Así es, hace unos días doné 20 dólares a Wikipedia. Se trató de mi primera donación, más allá de alguna moneda dada a regañadientes a cierto recaudador de campañas contra el sida, más allá de las circunstanciales propinas a maleteros y mozos y otros personajes típicos a quienes cuesta mucho menos trabajo dar que no dar.
Esto, en cambio, fue un acto soberano. Una obra de bien lisa y llana. Una práctica de la que inmediatamente me sentí orgulloso. Algo que, por proyección, me trajo esperanzas sobre la solidaridad humana y las empresas colectivas (en el sentido épico del término empresa, no en el empresarial).
Lo cierto es que esa misma noche comenté mi donación por chat a un amigo, no sin cierta jactancia. Pero, entiéndaseme bien. Si bien la jactancia era una motivación cierta, no menos relevante era mi racionalización consciente: si no damos a conocer el ejemplo, me decía, difícilmente otros puedan imitarlo. Es decir que, más allá de una autoalabanza, mi comentario también era (o al menos eso intenté que fuera) un llamamiento. Un llamamiento sutil, eso sí, para evitar que mi amigo lo viviera como una orden o como un reproche. La simple comunicación de que yo, un semejante a él, lo había hecho. La prueba fehaciente, de carne y hueso, de que juntos podemos.
Mi alegría, sin embargo, duró poco menos de diez segundos. Al noveno, apareció la respuesta de mi amigo en el servicio de mensajería instantánea. Una respuesta que yo no había siquiera imaginado en toda la tarde:
“jajajajaja, le donás a la wikipedia y no a un niño pobre, genial, jajajajaja”.
Aclaremos. Mi amigo no es un alma afín a la caridad. Él no dona a los chicos pobres. Su respuesta no estuvo dirigida a cambiar el rumbo de mis acciones solidarias hacia otro tipo de intervención más eficaz, sino a poner de relieve mis contradicciones. Y convengamos que, durante una tarde entera, yo había sido completamente ciego a mis contradicciones. Entonces, si bien puedo reprochar el cinismo de su respuesta, esta no deja de tener valor.
Pero vayamos al caso, y el caso es que durante la sesión de chat no pude justificarme. Eso sí, me dio bronca su actitud. Cuando algo me da real bronca en la vida, suelo imaginar que pongo el objeto de mi ira delante de mí y lo agujereo de un balazo. En este caso, lo imaginé a mi amigo, varias veces.
De todas formas, si quería alguna vez contestarle, o, al menos, contestarle a mi conciencia, debía encontrar una justificación.
Pensé las mil razones posibles. Revisé los argumentos históricos tanto del conservadurismo radical como del marxismo más extremo. Pero no hubo caso. Si afirmo que los niños no merecen mi dinero porque ese dinero fomenta la mendicidad y exacerba la vagancia, tendría la conciencia limpia pero diría algo que no creo cierto. Y si, por el contrario, digo que el dinero de mi limosna solamente sirve para disimular los males del capitalismo y estorbar la rebelión de los oprimidos, eso no remedia las necesidades concretas del niño que está delante de mí, a quien, lejos de salir a arengarlo en contra de la explotación, lo evito con la mirada. En definitiva, podría odiar la Teletón, pero no podría evadir mi responsabilidad ante el chico concreto.
Y acá viene el problema: en el fondo, mi amigo tenía razón.
Vamos a analizar por qué le doné al bueno de Jimmy y no al niño. Lo primero, y que se comenta en montones de blogs, es la cara de Jimmy. Ojo, no quiero parecer ni frívolo ni cínico, sólo sincero. Esa cara, que algunos la definieron como “bovina” o “más sonriente imposible” o que “te taladra con sus ojos” me parece que es parte de la clave. No me voy a extender demasiado con la descripción. Solamente voy a señalar algunos detalles: uno, el de las patas de gallo, destacadas por el uso de la luz. Otro detalle: el brillo de los ojos celestes, ampliamente resaltado. El tercero, muy sutil y genial: el cuello de la camisa, de reminiscencias religiosas. Todo lo cual, en conjunto, funciona con una eficacia casi diabólica.
Y aquí, la primera diferencia: el niño no tiene aparato publicitario. Es una lástima, pero lo cierto es que no lo tiene. No puede poner un banner en ningún sitio web. El niño está sucio y mal vestido. Además, no te mira como Jimmy. Su mirada es más bien furtiva o agresiva. En el mejor de los casos, es lastimosa. Miren, en cambio, la imagen de Jimmy. No es lastimosa. Con sus ojos no te está diciendo “dame plata porque la necesito mucho”. Te está diciendo “dame plata porque tú la necesitas mucho, yo te voy a ayudar”. Eso lo cambia todo. Él no es un inferior sino un superior. No te pone en la difícil situación de tener alguien inerme adelante. Hay algo de la caridad que es ciertamente despreciable, que es la situación de superioridad en la que se encuentra el donante, que lo lleva a la condescendencia y el desprecio, y, recíprocamente, hace germinar en los “beneficiarios” la envidia y el odio. La caridad es violenta por naturaleza. Acá no: Jimmy es un representante de la humanidad, un semidios que actúa como médium para el encuentro solidario de los seres humanos. Nadie se siente violentado, nadie es superior a otro, todos somos hermanos en la causa.
Otra diferencia: a Jimmy no le temo, a Jimmy lo comprendo. Jimmy se expresa claramente y dice que la enciclopedia más grande del mundo, la fuente de conocimiento más maravillosa que la humanidad haya creado jamás en base no a la lógica del beneficio sino a la colaboración y la comunión de los seres humanos, está en juego. El niño, en cambio, no habla claro. Se maneja con fórmulas como “una ayudita para mis hermanitos” o cosas por el estilo que no convencen, ay, por lo trilladas. El niño, por su origen y su cultura, tiene unos códigos que no son los míos. Yo no sé ni lo que hace ni a lo que aspira ni lo que quiere de mí. Es más, le temo. Temo que, si es lo suficientemente grandecito, me ataque. Temo porque sé que tiene derecho a atacarme, que es lógico que lo haga cuando yo, trabajando mucho menos que él, la paso tan bien y encima no le doy nada. Temo porque sé que lo descabellado es que sea tan manso. Y, como le temo, también lo odio, quisiera que desaparezca, que no me haga sentir miserable, porque al fin y al cabo yo no hice nada terrible contra él, simplemente trato de hacer mi vida lo más tolerable posible.
Jimmy no me va a hacer daño. Jimmy es de los míos. Jimmy estimula mi sentimiento de pertenencia a una clase. La clase de los “jóvenes exitosos dentro del capitalismo y paradójicamente anticapitalistas”, de los que comen sano y hablan de derechos humanos y de cultura libre y de ecología. Jóvenes pequeño burgueses, ciber hippies, que desbordamos de apelaciones éticas y a la vez de contradicciones hirientes y avergonzantes.
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