«(…) Una vez más, tenemos aquí la prueba de que el rostro es un signo social, que hay una posible historia de las caras, y que el producto más directo de la naturaleza también está sometido al devenir y a la significación, al igual que las instituciones mejor socializadas (…)» (Roland Barthes, Ensayos críticos)
«(…) Y sin embargo la fuerza que ejerce el mundo social sobre cada sujeto consiste en imprimir en su cuerpo un verdadero programa de percepción, apreciación y acción que… funciona como una naturaleza, es decir, con la violencia imperiosa y ciega de la pulsión o el fantasma. (…)
El trabajo que busca transformar en naturaleza un producto arbitrario de la historia encuentra fundamento aparente tanto en las apariencias del cuerpo como en los efectos enteramente reales que ha producido en el cuerpo y en la mente, es decir, en la realidad y en las representaciones de la realidad. El trabajo milenario de socialización de lo biológico y de biologización de lo social, al revertir la relación entre causa y efecto, hace aparecer una construcción social naturalizada (los habitus diferentes, fruto de las diversas condiciones producidas socialmente) como la justificación natural de la representación arbitraria de la naturaleza que le dio origen y de la realidad y la representación de ésta.» (Pierre Bourdieu, La dominación masculina)
Todo lo anterior para descubrir, a mis 28 años, por qué mi compañera de escuela Celia, sin ser fea, fue considerada durante larguísimos doce años un bagre, un bagre total y absoluto, un bagre de lo más asqueroso al que nadie se atrevió jamás a desear ni a hablarle más que para mofarse de su cara de idiota y de cómo cuando tenía seis años se comía los mocos.
Es que Celia pertenecía al grupo de las feas, y el grupo de las feas, en un curso de cuarenta nenes y nenas que se mantuvo homogéneo e impermeable durante toda la escuela primaria y secundaria, se convirtió en una institución tan sólida y pétrea que impidió cualquier clase de «movilidad social» y generó conductas autoperpetuadoras y habitus capaces de borrar cualquier percepción independiente de la realidad.
Tan fuerte era ese habitus que, todavía hoy, escucho las risas que pegarían mis compañeros si se enteraran de que estoy diciendo que Celia no era un pescado podrido y que, hace dos años, me la volví a encontrar y la vi con una actitud avasallante, una belleza respetable y un aire de libertad brotando de sí.
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