Leo que en el Congreso de Argentina se comenzó a tratar una ley de identidad de género. Está bien. Es lo que viene pidiendo hace tiempo la comunidad trans para disminuir, aunque sea un poquito, la violencia que reciben desde todos lados, día tras día.
Agarro mi DNI. El campo «sexo» es el cuarto en orden de importancia, después de «apellido», «nombres» y «clase» (la manera castrense de referirse al año de nacimiento). Más abajo figura el número de documento y la nacionalidad.
Agarro una tarjeta migratoria. «Sexo» vuelve a figurar antes que «nacionalidad» y «país de residencia», al fin de cuentas lo más importante para una tarjeta migratoria.
Le pregunto a Mariana qué problema tienen los muchachos del registro civil y los de Migraciones con las partes pudendas de uno. Después de todo, «sexo» no aporta nada mejor, a efectos de la identificación de una persona, que una foto actualizada y una huella digital nítida, elementos que no faltan en toda cédula.
Lo pienso una y otra vez y llego a la conclusión de que, efectivamente, el campo «sexo» lo incluyen solamente para molestar a la gente trans.
Sigo hablando con Mariana. En un momento, ella desconfía de nuestra supuesta agudeza y dice que alguna utilidad tiene la distinción. Dice que puede ser útil, por ejemplo, para estudios demográficos. Dice además que, paradójicamente, es un dato imprescindible para medir la violencia de género. Dejar de utilizar el dato «sexo» podría invisibilizar la violencia que existe y que seguirá existiendo, al impedir cruzar esa información con otros indicadores como salario, acceso a la educación, pobreza, etc.
Estoy de acuerdo con ella, pero le pregunto, si es así, por qué no figura en el documento un campo como «raza» o «etnia», que también arrojaría datos decididamente útiles para un sociólogo. ¿Es por lo impreciso del concepto de raza? ¿O acaso porque tiene un olorcito a nazi consignarlo? Y si es así, ¿por qué no tendría el mismo olorcito el «Varón» o «Mujer» de mi DNI? Y además, si estamos hablando de datos demográficos y de estudios sociales, ¿qué mejor herramienta para preguntar por el género, sin comprometer a nadie y de forma anónima, que un censo? Y, en todo caso, ¿qué mejor que reformular la pregunta y dejarla abierta a lo que la persona quiera responder? Después de todo, muchos trans y no trans seríamos más felices si no nos obligaran a decidirnos.
Qué digo decidirnos. Decidirnos es lo que no podemos hacer ahora y es por lo que están peleando allá en el Congreso. En caso de lograrlo, será una victoria, claro. Pero seguirá siendo poco.
¿Por qué una persona a quien no le interesa cumplir con los rituales de género que le fueron asignados, una persona que se la mire por donde se la mire (sí, ahí abajo también) no concuerda con las categorías históricamente construidas de «hombre» y «mujer», debería decidirse por ser alguna de esas dos cosas?
Vuelvo a la charla con Mariana. Me dice que la determinación del sexo puede ser importante para uso médico y para estudios epidemiológicos. Concuerdo. Pero con una salvedad. Los médicos cruzan todos los días el límite del dato útil para ejercer violencia y actuar como disciplinadores. Solo un ejemplo: hoy en día, si quiero donar sangre en Uruguay, debo responder si tengo relaciones homosexuales, dato completamente irrelevante (y vil) cuando todas las donaciones recibidas se analizan más tarde en laboratorio.
En definitiva: no tengo ningún problema en hablarle de mi chota a mi médico, pero siempre y cuando él utilice este dato únicamente para curarme.
Por último, la charla con Mariana avanza al terreno cotidiano. ¿Cómo sería la vida de todos los días sin la obligación de ser hombre o mujer? De repente, aparece en la conversación un caso boludo pero que pinta problemático, como el de los baños públicos. ¿No sería incómodo estar en un mismo baño con alguien del otro sexo? Lo primero que me viene a la cabeza es la fantasía de que aumentarían salvajemente las tasas de promiscuidad y de violaciones. ¿Acaso los locos borrachos no se lanzarían a manosear mujeres? ¿Acaso uno mismo no se sentiría tentado al ver a una mujer voluptuosa inclinada frente el espejo, maquillándose? La verdad es que no sé. Sí sé (de repente me encuentro contestándome a mí mismo) que los gabinetes higiénicos son individuales y que en los mingitorios rara vez uno llega a ver la chota de un vecino. Sí sé que, en situaciones sociales normales, ningún vivillo osa siquiera mirarle el culo a una mujer que tiene al lado. En cualquier caso, la incomodidad y las fantasías se acabarían, supongo, tan pronto como nos acostumbrásemos a compartir el espacio. E intuyo que descubriríamos que no hay nada sexy en los ruidos de pedos y chorros de pis de la vecina.*
Judith Butler escribió largo y tendido sobre la violencia de las construcciones sociales históricas de sexo y género. Nos contó cómo estas construcciones sociales ejercen presión sobre el desarrollo pulsional y hasta físico de las personas. Sobre cosas tan escalofriantemente básicas como lo que nos gusta, la imagen que tenemos de nosotros mismos y del mundo, la forma de caminar o cuánta fuerza tenemos.
Una vez un amigo argumentó que no es bueno borrar distinciones tan básicas como la de género, dado que nos ayudan a ordenar el mundo. Decía que si dejáramos de pensar en hombres y mujeres, habría un empobrecimiento de significados. Probablemente mi amigo tenía razón. Creo que en este caso la solución no va por el lado de eliminar distinciones ni de promover la uniformidad (y esto lo digo a pesar del afán destructivo que me agarra cada vez que veo una revista Hombre o Cosmopolitan). Mejor es actuar, como Judith, para revolucionar los géneros con una explosión de significados nuevos. Mejor es ser sujetos «con género», que tomamos parte activa en la conformación de nuestra identidad.
Cuando eso pase, cuando lo queer no sea la excepción sino la regla, no va a tener demasiado sentido que los del registro civil sigan fabricando las libretas con el campo «sexo».
* Mariana me pide que aclare que ella también está radicalmente a favor de los baños mixtos.
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