La cuestión no es si hay gente que nos cae mal, que nos molesta, que nos enerva, gente a la que le auguramos el mal, gente a la que desearíamos cachetear, patear, acuchillar, mutilar, torturar, asesinar, descuartizar y hacer burlas con su cadáver. La cuestión, tampoco, es si hay colectivos enteros de personas a los cuales nos gustaría poner en fila, encadenados, para que reciban nuestro escupitajo y nuestra revancha. Miembros de asociaciones, comités y gremios, simpatizantes de equipos de fútbol, de cumbia, de heavy metal, de los Redonditos de Ricota, políticos y empleados públicos, taxistas, manifestantes, malabaristas y rastafaris, testigos de Jehová, mormones, motoqueros, adeptos a la Iglesia Universal, gitanos, judíos, católicos, árabes y ateos, negros, gordos, enanos, habitantes de villas miseria, de barrios pobres, de viviendas de clase media y de countries lujosos, sociedades y pueblos enteros respecto a los cuales ningún sueño sería más gratificante que el de juntarlos a todos en un estadio, rociarlos con querosén y echar un fósforo. Verlos arder como a hormigas, desde adentro, convirtiéndose lentamente en carbón. Escuchar sus gritos de muerte y deleitarse, relamerse, masturbarse, sentados en un sillón y con una copa en la mano. Presenciar su desintegración total y absoluta. Como un meteorito, como una catástrofe nuclear. Repentina, mágica.
La cuestión es que esas fantasías, primarias y psicóticas, son imposibles. Pueden servir para aliviarnos en un momento de frustración extrema o para entretenernos en un instante de aburrimiento mortal. Pero en un plano concreto, en un plano político, son algo absurdo. Porque, seamos sinceros, en ese sueño apretamos el botón con el que se detona la bomba y todos los que creemos que no son aptos para convivir con nosotros como gente normal mueren al instante. O, mejor, tenemos un ejército de esclavos que ejecutan nuestras órdenes homicidas sin chistar. En cualquier caso, somos todopoderosos. Nadie opina distinto, nadie nos contradice ni se rebela. En nuestra fantasía no queda vivo ni uno solo de nuestros enemigos. No hay que realizar tareas sucias, rastrillajes nocturnos ni ordenar persecuciones o tiroteos de poca monta. No nos sometemos a ningún poder tiránico, nadie controla lo que hacemos, nadie nos espía, simplemente nos echamos panza arriba y bebemos margaritas. El enemigo no tiene la más mínima posibilidad de defenderse ni de vengarse. La vida luego de la masacre es plácida, libre, feliz. No hay preocupaciones. Los sobrevivientes cooperan, se ayudan en las dificultades, ejercen la tolerancia, se aman. Es la victoria delirante, es la llegada del Reino de Dios.
Pero hay que detenerse un momento.
Es verdad que las cosas andan mal. Es cierto que los chorros arrecian, que los políticos son corruptos, que los trabajos son ingratos. Nos sentimos como el orto y tenemos derecho al miedo, a la bronca y a la frustración.
El problema es que aunque alimentemos políticamente la persecución y la represión extremas, jamás vamos a ver satisfecha nuestra fantasía desesperada, loca y todopoderosa; por el contrario, solamente vamos a ver reducidas nuestras libertades, solamente vamos a haber entregado a otros la decisión sobre nuestras vidas.
Tenemos que interponer, entre nuestras pulsiones asesinas y nuestra acción política, un mínimo filtro, un matiz, un pensamiento. Pensar.
Por querer hacer real nuestra fantasía fascista nos estamos condenando a algo que no se parece en nada a esa fantasía. Lo que vamos a tener es un mundo paranoico, un mundo de control obsesivo, un mundo que se está llevando nuestra libertad por delante y que, a cambio, no nos da ni siquiera la satisfacción última de la aniquilación total. Un mundo frustrante y aburrido, un mundo de miedo y de rencor mezquino.
Si estamos locos de frustración, si odiamos la vida porque somos infelices cuando no deberíamos serlo, si estamos desesperados y hundidos y humillados (y acá el tema no es si tenemos plata o no, si conseguimos un buen trabajo o no; entendámonos, es algo mucho más profundo), admitámoslo.
Y pensemos algo nuevo.
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