Cuando algo es extremadamente barato, parecería que da vergüenza cobrar una cifra muy muy baja. La solución, por lo general, es que o bien la cosa se regala o bien se le aumenta el precio de manera desproporcionada para que cobrar deje de dar vergüenza. Entre estas cosas que se regalan o se hipercobran están el perejil, el agua caliente, el aire para las bicicletas. Se me hace que la salud de una sociedad puede medirse prestándole atención a qué conducta predomina con este asunto.
Una de las cosas que siempre me hizo sentir que habito un mundo bueno es la repetida confirmación de que si se me sale un cristal de los anteojos, puedo entrar a la primera óptica que encuentre y no solo me van a arreglar el problema en el momento sino que, cuando pregunte cuánto es, el óptico me va a responder que es «una atención».
Por eso, una de las cosas que todavía no termino de asimilar es que la bicicletería de mi barrio haya puesto un cartel grandote que dice que el aire cuesta 5 pesos cada rueda. También me cuesta admitir que donde vivo, el apio se haya convertido en un producto desquiciadamente caro: si una rama chica cuesta 10 pesos, el cálculo de cuánto puede llegar a costar un kilo hace que empiece a considerar la posibilidad de pasar todos mis ahorros a apio.
La pregunta que me hago es cuál es el límite o el momento en que, como seres racionales y morales, pasamos del regalo al robo. La respuesta seguramente sea muy trillada y tenga que ver con la fuerza (o debilidad) de los lazos comunitarios, la cultura que imponen los hipermercados, el mercantilismo, el individualismo y otra sarta de lugares comunes.
Pero más allá de lo vacías que pueden ser las respuestas, lo importante es que son estas cosas, y no tanto otras, las que determinan mi felicidad.
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