Recién el otro día se me ocurrió, mientras pensaba en los tenebrosos asuntos de la comunicación online y la era del vacío y la muerte de la privacidad, que antes de decir o escribir algo, y sobre todo en esos momentos bastante frecuentes en que me agarra el ataque de comunicarme y/o de ser ingenioso, quizás es mejor parar un segundo, mirar la pared, esperar a que se pase el temblor compulsivo que me llama a la expresión, y evaluar, con la mayor objetividad posible, con el mayor esfuerzo de honestidad, cuánto de lo que estoy a punto de decir va a servir más para definirme a mí mismo, para que otros sepan algo de mí, y cuánto, por el contrario, va a servir para que haya un cambio en el mundo. Sé que es un asunto complicado, porque es cierto que todo lo que digo y hago transforma en alguna medida al mundo y al mismo tiempo me define. No hay forma de que las dos cosas no sucedan al mismo tiempo. Por eso, a la hora de hacer la evaluación, se trata de un asunto a veces sutil, a veces engañoso (por ejemplo, esto que estoy escribiendo, ¿habla más de mí o del mundo?), muchas veces imposible de resolver. Porque lo complicado es que no se resuelve tomando medidas concretas ni tampoco necesariamente con un cambio de actitud del estilo «tengo que ser menos vanidoso y pensar más en los otros». Se trata de una cuestión más estratégica, por decirlo de alguna manera. Se trata, por ejemplo, de encontrar los mecanismos para no hablar en el vacío, para llegar a conversar con quien quiero conversar. Se trata también de encontrar el tono adecuado para el discurso y el lugar adecuado para el tono. Se trata de no ser un kamikaze ni un gil, de hacer daño cuando quiero hacer daño, de esconder la frase cuando no sirve y poder largarla en el momento justo, si es que ese momento algún día llega.
Humildad, política y la muerte de la privacidad
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Comentarios
3 respuestas a «Humildad, política y la muerte de la privacidad»
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Si la voz de mi conciencia escribiera notablemente, entonces ella serías vos.
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Entonces tu voz hablaría bien poco.
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[…] En mi caso, de los seis hasta los doce o trece años tengo cuentos y cartas irreprochables. A los catorce o quince empieza una pendiente de egolatría que llega hasta los veintiséis o veintisiete. Después, paulatinamente y no sin recaídas, la cosa mejoró. Y hoy creo que de nuevo puedo estar tranquilo de que lo que escribo no me va a dar vergüenza dentro de unos años. Lo que tengo para decir lo digo, sin manierismos, y lo trivial me lo callo. […]
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