En su Introducción a la literatura inglesa, de 1965, Borges dice sobre Conrad: «Había decidido ser famoso; conocía el limitado alcance geográfico de su idioma natal y durante algún tiempo vaciló entre el francés y el inglés, que manejaba con idéntica maestría. Optó por el inglés, pero lo escribió con ese cuidado y con esa pompa ocasional que son propias de la prosa francesa.»
Siempre me pareció fabuloso ese retrato de una persona que construye deliberadamente su fama eterna. El marinero polaco que un día decide ser el escritor más grande de toda una lengua, y elige en cuál de ellas serlo. Siempre que pensé en Conrad fue a través de esa frase de Borges.
Sin embargo, hace poco fui a parar con un librito autobiográfico de Conrad titulado Crónica personal y que está entre lo menos bueno de su obra. Publicado en 1912, ya desde el prólogo advierte al lector sobre un chimento que al parecer flotaba desde hacía años. «Que yo no escriba en mi lengua materna ha sido, por supuesto, objeto de frecuentes comentarios», dice, y enseguida agrega: «Se ha extendido bastante la especie de que, en su día, a la hora de escribir elegí entre dos lenguas, el francés y el inglés. Esa impresión es de todo punto errónea. Tiene su origen, según creo, en un artículo escrito por sir Hugh Clifford y publicado, creo recordar, en 1898.»
Conrad atribuye el malentendido a «una conversación amistosa e íntima» con Clifford, en la cual, «que yo recuerde, tan sólo intenté decir que si me hubiera visto ante la necesidad de elegir entre los dos, pese a reconocer bastante bien el francés y pese a estar familiarizado con esta lengua desde mi más tierna infancia, me habría atemorizado proponerme el esfuerzo de expresarme en una lengua tan perfectamente cristalizada». E inmediatamente elimina cualquier sombra de duda: «Jamás pasó por mi cabeza la más remota idea de plantearme una elección».
Hay, creo, dos posibilidades: o bien Borges había leído la versión falsa y no conocía la desmentida del propio Conrad, o bien conocía la desmentida y consideró que la versión falsa era más adecuada. A veces la ficción ayuda a entender la realidad mejor que los hechos tal como ocurrieron.
Pero la desmentida precoz de Conrad a Borges, lejos de destruir un mito, crea uno más grande. Porque Conrad sigue contando el proceso de adopción: «Fue un acto muy íntimo (…), proponerse explicarlo sería tarea tan imposible como proponerse explicar el amor a primera vista (…)», y lleva la metáfora amorosa al límite: fue «un reconocimiento casi físico». Tras ese reconocimiento, la pasión se desata sin remedio: «los giros idiomáticos se apoderaron de mí, modelaron mi carácter». «Fui yo el adoptado», concluye. Y como si fuera poco, agrega un énfasis final: «En todo ello no hubo la menor sombra de esa horrorosa duda que cae sobre la mismísima llama de nuestras pasiones perecederas. Supe en lo más hondo de mí que aquello era ya para siempre».
De nuevo, hay, creo, dos posibilidades: o bien la desmentida de Conrad no es más que una fina y trivial adulación a su público inglés, o bien es una ficción destinada a redoblar el mito. El marinero polaco que jamás habló inglés, un día oye un acento, una cadencia, una forma de entonar, y es arrastrado fuera del mar como por una tormenta, para ser el escritor más grande en lengua inglesa. La ficción que sostenía Borges ahora cambia, se multiplica. El deseo se vuelve necesidad. La gloria amasada fríamente es también arrebato. El idioma deja de ser el instrumento y pasa a ser el sujeto de la historia. Y Conrad, feliz portador del don, insiste:
«Solamente puedo jactarme del derecho a que se me crea cuando digo que de no haber escrito en inglés nunca habría escrito ni una sola palabra».
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