Y un día lo que pasó es que hubo elecciones y, contra todos los pronósticos de las encuestadoras, el Frente Amplio arrasó y consiguió la mayoría parlamentaria. No solo eso, sino que adentro del Frente Amplio se fortalecieron los sectores más populares.
Los resultados de las elecciones están fuera del margen de error de las encuestadoras. Esto indica que, o las encuestas estaban mal hechas, o los encuestadores mentían. No solamente mentían en el pronóstico de los resultados, sino también en los diagnósticos que hacían sobre las preferencias de la gente y en las recomendaciones que daban a las campañas de los partidos. Decían que había que llevar el discurso al centro, y ganaron las opciones más de izquierda. Decían que la juventud y la renovación estaban del lado de la derecha, y entre los jóvenes la victoria del FA fue todavía más aplastante que en el promedio general.
Entonces lo que pasó la noche del día de las elecciones fue raro. Porque las semanas y meses anteriores los militantes de izquierda habíamos estado cagados entre las patas, viendo cómo supuestamente la derecha crecía y nadie la paraba. Veíamos cómo hacían morisquetas y todos los aplaudían, presenciábamos cómo el aparato publicitario triunfaba y se caía a pedazos nuestro edificio de justicia social. Y creímos los consejos de las encuestadoras, y tratamos de moderar los discursos, y buscamos parecer cool y hacer algunas morisquetas a ver si teníamos más suerte, y nos puteábamos entre nosotros si alguien metía discurso ideológico, porque lo ideológico no era muy «positivo». Cuando desde algunos sectores atacamos de frente a la derecha y dijimos que estaban en peligro las conquistas de los últimos años, hubo compañeros que nos acusaron de ofuscar a los indecisos o de querer convencer a los ya convencidos.
Pero entonces llegaron las elecciones y esa noche vimos cómo uno a uno íbamos ganando todos los partidos que podíamos ganar. Diecisiete puntos de ventaja, mayoría parlamentaria, no a la baja.
Y entonces, como en una epifanía, nos dimos cuenta de la mentira en la que habíamos vivido esos meses, de la ridiculez que había sido «la positiva», de lo equivocados que estaban quienes decían que había que correrse al centro, de lo absurdo que había sido tratar de ocultar la ideología.
De un momento a otro, lo que hubo fue una explosión de ideología. Los militantes de izquierda salimos felices a decir lo que nos habíamos guardado por miedo: que nos odian porque somos de abajo, que el camino es el de la justicia social, que la derecha uruguaya es neoliberal y autoritaria.
La burbuja de la derecha se pinchaba, y todo lo que antes había parecido positivo y super cool ahora resultaba absurdo y estúpido. Sus líderes se peleaban entre ellos, las alianzas se despedazaban, y en su frustración suprema varios sacaban a relucir su veta autoritaria. Humillados, arrastrándose por el lodo, ellos no podían entender cómo su construcción imaginaria se había desvanecido.
Y nosotros, en cambio, nadamos ahora en una alegría catártica. La alegría de comprobar que la ideología existe, que siempre existió. Que hicimos mal en callárnosla y que ahora no nos la vamos a callar.
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