No pude dejar de sentir cierta incomodidad el miércoles pasado en el recital de Silvio Rodríguez en Montevideo. No es que me molesten las multitudes, ni que Silvio le haya pifiado a las notas.
La cuestión tiene que ver con algo si se quiere extramusical, pero que de todas maneras afecta la forma en que me dispuse a escucharlo.
Los que vamos a ver a Silvio, inevitablemente sabemos que Silvio es algo más que su música. Sabemos que Silvio representa algo muy concreto, que la figura de Silvio pertenece a un movimiento, a un imaginario, a una colección de significados, que podríamos llamar la canción latinoamericana, o, de manera más amplia, la cultura progre latinoamericana. No sólo eso. Silvio es, de hecho, para el imaginario colectivo de cualquier argentino o uruguayo, uno de los ejemplares más recalcitrantes de la cultura progre latinoamericana.
Los que vamos a verlo estamos condenados a tener en cuenta lo que representa Silvio dentro de ese movimiento. Un movimiento que tuvo sentido en un momento determinado, pero que, cuanto más tiempo pasa, más caricatura de sí mismo se vuelve. Un movimiento que en el mejor de los casos no hace más que recordar a gente como Violeta Parra, Atahualpa Yupanqui o Alfredo Zitarrosa, y que, en el peor, nos trae los graciosos ejemplos de Eduardo Galeano o de León Gieco y Víctor Heredia, quienes, como marionetas de sí mismos, pueblan todas las acciones a beneficio que uno pueda imaginar, justas o injustas, estúpidas o serias, da igual.
Hay algo chistoso en esa imagen de hombre de la cultura latinoamericano, que inevitablemente viene a la cabeza, también, cada vez que se menciona a Silvio. De hecho, es innegable que el mismo Silvio se encarga de reforzar esa idea, citando todo el tiempo a aquellos nombres y pidiendo, en cuanto recital aparece, por los cubanos presos y la mar en coche.
A lo que voy es a que la gente que asiste a sus recitales es, en mayor o menor medida, consciente de esta situación. Y es así como el miércoles, en el estadio Charrúa, cada momento de silencio derivaba en agudos gritos pidiendo “Te doy una canción”, “El necio” o “La maza”. Lo curioso no eran los pedidos en sí, al fin y al cabo los pedidos de hits son esperables en cualquier recital. Lo curioso, digo, era que estos pedidos tenían un cierto matiz irónico, casi como si quienes los entonaban estuvieran haciendo un chiste, más que pedir una canción.
Peor todavía, cada vez que Silvio comenzaba a tocar alguna de estas canciones famosas, se producía una especie de festejo en broma, que no correspondía ni al tono de la canción ni a nada. De alguna manera, todos los que estábamos ahí no podíamos dejar de sonreír ni de sentir, al mismo tiempo, cierta vergüenza de estar en medio de una situación así.
Aclaremos: no era vergüenza ajena. Imposible sentir vergüenza ajena de un tipo que, si lo dejás 30 segundos con la guitarra, te demuestra que está diez escalones por encima de cualquiera. Lo que daba vergüenza era la situación misma. La situación de pedirle canciones que son íconos polvorientos de la canción progre, y de saber que tanto él como nosotros lo sabíamos y que tanto a él como a nosotros eso nos causaba cierta gracia, y, al mismo tiempo, cierta impotencia. De hecho, lo que yo más temía era que fuera el mismísimo Silvio quien estuviera sintiendo vergüenza, el que se preguntara para qué carajo había venido a tocar si después de todo, hiciera lo que hiciese, por más virtuosismo que desplegara y más canciones nuevas e impresionantes que presentara, todo al final iba a ser entendido como una nueva puesta en escena del gran ícono de la canción latinoamericana.
No sé si hace falta decir por qué admiro a Silvio. En cualquier caso, si lo hago, no es ciertamente por su lugar de ícono decadente o de prohombre gastado, sino porque el hombre este es probablemente el compositor más dotado de América Latina. Un tipo capaz de hacer uno de los discos más maravillosos de la historia de la música popular en castellano tan solo con una guitarra. Un tipo que logra las armonías más asombrosas y a quien le atribuyo el mérito de crear el megahit musicalmente más complejo que conozco. Un tipo que entendió que una canción no es la mera suma de letra más música. Un tipo que logró que al género canción se le dé reconocimiento como verdadero arte. Un tipo que, musicalmente, se la jugó siempre por lo más difícil y que fue capaz de experimentar en todo momento, tanto hace 30 años como ahora. Un tipo que no volvió a hacer las mismas melodías una y mil veces. Un tipo que, cuando no tenga nada más que decir, estoy seguro de que va a dejar la guitarra y se va a dedicar a otra cosa. Un tipo que no solamente hizo esto, sino que además siempre reflexionó rabiosamente sobre todo esto. Un tipo que, incluso si lo pensamos desde lo político, ha sido de una honestidad y una fiereza inmensas. No porque haya hecho o siga haciendo, como tantos otros, recitales a beneficio. No. Honesto y valiente porque es uno de los pocos tipos capaces de pensar a su país más allá de la estupidez. Doble mérito si la lucidez viene de un cubano. Doble mérito porque no es fácil pensar la realidad cuando se la vive desde adentro. No es fácil defender la Revolución con uñas y dientes, sin ser un chupamedias del poder. No es fácil plantarse a discutir qué tipo de socialismo uno quiere, sin por eso poner en duda jamás la idea básica, la idea movilizadora de la Revolución.
Por eso, sé que cada vez que a Silvio le piden El Unicornio, él no se debe sentir del todo cómodo. En el mejor de los casos, si ya se acostumbró a momentos así y es capaz de tolerarlos sin que le venga alergia, estoy seguro de que, aun así, se hace cargo de que la imagen creada alrededor de él no es la mejor, se hace cargo de haber quedado encasillado como prócer de la canción latinoamericana, y de que algo así es de las cosas más tristes que han podido pasarle. ¿Por qué? Porque le resta poder a su discurso. Le resta poder a su música y a su acción política.
Es seguro que Silvio reflexionó sobre este asunto miles de veces. Es seguro, también, que luego de reflexionar, llegó a la conclusión de que debía bancarse ese lugar y seguir adelante. Después de todo, no parece haber otra opción, otro camino honesto para elegir. No hay otra manera de seguir adelante, a pesar de que el arte se debilite y que el discurso pierda trascendencia. El lugar que le tocó es ese, y por menos que pueda aportar, es algo. Peor es morir.
De más está decir que, si bien el guitarrista y la flautista con quienes tocó eran bárbaramente virtuosos, lo más impactante del recital fue cuando el tipo agarró la guitarra y se largó él solo. Fue este y solo este el momento en que todos logramos olvidarnos de quién era Silvio, de qué representa, de la grasa que destila su imagen de cantante latinoamericano, y simplemente disfrutamos con la potencia de fuego de su música. Aunque por supuesto, bastó simplemente que terminara la canción para que volviera el grito de “grande Silvio”, “Viva Cuba”, “Tocá El Unicornio”, y entonces todo se volvió a arruinar.
La experiencia del recital de Silvio, en definitiva, fueron 3 horas en las que uno no terminaba de sentir vergüenza cuando comenzaba a admirarlo, y no terminaba de disfrutar cuando volvía de golpe la vergüenza.
Para los que no estén dispuestos a tolerar una experiencia así, la recomendación es que, de aquí en adelante, se abstengan de asistir a los recitales de Silvio y de leer las entrevistas a Silvio en la prensa, y que simplemente preparen una buena copita, consigan una penumbra adecuada y dejen girar sus discos, sus tremendos discos, sus inquebrables discos.
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