Sabemos que queremos la revolución, pero ¿cómo es la vida después de la revolución? Una de las dificultades para la construcción de un futuro socialista es la tendencia a imaginarlo, de manera alucinada, como la concreción de una vaga felicidad social. Nos imaginamos una utopía de vidas plácidas, armónicas y sin conflicto, igual que ocurre con otros tipos de fantasías sociales. Sin embargo, el socialismo no es ni puede ser jamás la felicidad social. El socialismo no es una utopía; es simplemente una propuesta modesta, una cuestión de justicia. Su tarea es acabar con la explotación de una clase (la clase trabajadora) por otra (la clase propietaria) y construir una sociedad sin clases. En esta sociedad sin clases, la propiedad de los medios de producción pasa a ser social y los bienes y servicios que producen las personas al trabajar no se compran ni se venden en el mercado, sino que se distribuyen de acuerdo al desarrollo material de la sociedad y a las preferencias y necesidades individuales. Así, se transparentan las relaciones humanas, se vuelven más inteligibles, se las devuelve al terreno de la política, y dejan de operar como fuerzas misteriosas del mercado.
Si el socialismo no trae ni puede traer la felicidad, lo que sí puede hacer es eliminar algunas fuentes innecesarias de infelicidad: la rabia generada por la desigualdad, la angustia de no tener trabajo, el miedo a perderlo, la desesperación de la pobreza y de la miseria. Pero la infelicidad social, como explica Freud en El malestar en la cultura, tiene su fuente principal en el hecho mismo de la vida en sociedad, que impone limitaciones a las pulsiones de las personas: al amor y a la violencia. Dicho de otra manera, en el capitalismo sufrimos más de lo necesario, pero ningún sistema social es capaz de superar la infelicidad, porque la vida en sociedad implica un límite y una renuncia a nuestros deseos. Vivimos en sociedad porque no podemos prescindir de los demás, pero querer, odiar y necesitar a los demás nos expone a muchísimo sufrimiento. En suma, el capitalismo impone un sufrimiento añadido, innecesario, a un sufrimiento previo, necesario e ineludible.
Pero además, el socialismo, si bien nos libera de la fuente espantosa de sufrimiento causada por la explotación capitalista, también nos expone a una nueva fuente de infelicidad. El problema de transparentar las relaciones sociales es que obliga a las personas a atravesar el sufrimiento de involucrarse en la gestión del trabajo y de la vida social. Si la propiedad de los medios de producción ya no es privada, y si el trabajo se organiza de manera democrática, hay una exposición mucho más grande que en el capitalismo a las relaciones políticas, que son capaces de generar infelicidad, y mucha. Mientras que las relaciones mercantiles generan la ansiedad de validar la mercancía en el mercado, la paranoia de ser estafados, la cosificación de las personas que nos rodean y la necesidad de competir de manera salvaje, las relaciones socialistas implican el sufrimiento de la negociación, de la decisión democrática que necesariamente es dificultosa y muchas veces insatisfactoria. Nos liberamos de la infelicidad de cumplir mecánicamente las órdenes despóticas del patrón, que dispone de nuestra fuerza de trabajo para exprimirnos y obtener ganancias a costa nuestra, pero nos vemos forzados a aprender los procesos en los que trabajamos, a discutir con nuestros iguales, a involucrarnos en conflictos que pueden llegar a callejones sin salida.
No hay socialismo si las personas no se involucran en los procesos sociales que inciden en sus vidas. Siempre que las decisiones principales queden en manos de una clase especial, habrá explotación. Pero el involucramiento trae conflicto y trae infelicidad.
A la hora de la militancia por una revolución socialista, tenemos que tomarnos en serio la tarea de imaginar cómo va a ser esa sociedad socialista, para hacerla más tangible, más probable, más verdadera. No tenemos que esperar ni prometer un futuro feliz, sino un futuro justo, en el que muchas cosas de nuestra vida cotidiana seguirán siendo como ahora, con mezquindades, conflictos y traiciones, pero donde gran parte de la injusticia social va a ser superada, donde la organización del trabajo va a ser igualitaria y racional.
También hay que saber que una revolución no va a traer por sí misma la superación de todas las desigualdades. Las desigualdades de género, raciales y muchas otras habrá que seguir combatiéndolas, porque si bien es cierto que el capitalismo inventó algunas de ellas, como la discriminación racial, y agudizó otras, poniendo todas estas categorizaciones sociales al servicio de la explotación más salvaje, también es cierto que la caída del capitalismo no implica necesariamente que estas discriminaciones se conviertan automáticamente en cosa del pasado. Combatir desde ahora las discriminaciones es fundamental por muchas razones: para contrarrestar los peores abusos actuales de la explotación capitalista, para evitar la fragmentación de la clase trabajadora y para generar desde ya el compromiso de que la futura sociedad hará llegar la justicia a todas las personas.
El socialismo no va a hacer más buenas ni menos violentas o menos egoístas a las personas. Lo máximo que puede hacer es canalizar buena parte de esa violencia hacia fines socialmente productivos, vehiculizar ese egoísmo de manera que, en lugar de materializarse en una acumulación irracional y en una explotación salvaje, se concrete en formas más benignas.
En El malestar en la cultura, Freud advertía que pretender otra cosa puede llevar a la catástrofe. Postular el amor, la felicidad y la cohesión perfecta entre los miembros de la sociedad socialista es peligroso porque esa cohesión perfecta imaginada trae consigo, necesariamente, la sospecha, la exclusión de personas para poder descargar sobre ellas la violencia y la acusación a la escoria burguesa que sigue infectando la sociedad. Si bien Freud reconocía que, a la hora de controlar la agresión constitutiva humana, era “indudable que un cambio real en las relaciones de los seres humanos con la propiedad aportaría aquí más socorro que cualquier mandamiento ético”, también se preguntaba con ironía, cuestionando los ideales de felicidad de algunos socialistas de su época, “qué harán los soviets después que hayan liquidado a sus burgueses”.
Por eso, tenemos que luchar sabiendo que no luchamos por la felicidad sino por la justicia. Una sociedad sin clases, sin un grupo de privilegiados que vive a costillas de la mayoría, es tan solo el requisito básico para hacer nuestras vidas más vivibles. Y también, mal que nos pese, tenemos que luchar sabiendo que la revolución quizás no llegue a concretarse en el plazo de nuestras vidas, que vivimos en una historia que nos trasciende, que los procesos civilizatorios atraviesan siglos y las personas apenas décadas. Esta atadura a nuestro tiempo nos tiene que llenar de paciencia, sin perder nunca de vista el horizonte.
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