A Werther lo podemos leer como lo leyeron los adolescentes románticos que se compenetraron, se exaltaron y se suicidaron a fines del siglo dieciocho. Podemos, al menos, intentar leerlo así, de la misma manera en que ahora nos entregamos a una canción romántica, no importa si es un bolero, una cumbia o algo más bien pop. Lo importante es que podemos aproximarnos a Werther identificándonos con él: viviendo y sintiendo como él, con él, a través de él.
O no. Podemos por el contrario decidir que antes de dejarnos vivir en Werther, antes de sufrir lo que él sufrió, vamos a exigirle que pase ciertas pruebas de valor, de autoconciencia, de sensatez. Pruebas que obviamente Werther no está en condiciones de pasar, porque todos sabemos que es un pedante que se la da de artista, que es un pesado que le rompe las pelotas a Guillermo, un cursi que dice cosas como «sin el amor, ¿qué sería el mundo para nuestro corazón?». Está clara la operación: consiste en tomar distancia del héroe. Solamente si elegimos no entregarnos, podemos juzgar tan duramente a Werther. Y si bien hoy, después de doscientos cincuenta años, es fácil sentirse ajeno y burlarse y despreciar a Werther, habría que ver si pisaríamos tan firme haciendo lo mismo con gente como Raskolnikov o como Erdosain. Después de todo, habría una larga lista de héroes de novela de quienes uno podría terminar diciendo: «Pucha, qué manera de hacerse mala sangre».
Es decir que por un lado todo texto necesita que uno se entregue, pero por otro lado también uno necesita que de alguna manera esa entrega sea justificada, no sentirse un estúpido al dejarse llevar por la experiencia de la lectura. Con Updike, con Kerouac, con el Salinger tardío, cuesta dejarse llevar. Con Arlt o con Bukowski, podemos hacerlo más tranquilos. Tiene que haber algo que a uno le parezca bien, algo que uno juzgue valioso, enriquecedor.
Pero creo que hay una tercera posibilidad. La primera es leer en el nivel de la identificación. La segunda, aplicarle al héroe el examen de algunas pruebas éticas y psicológicas. El tercer nivel es el abordaje puramente metafísico. Los tópicos que plantea Werther, la manera en que esos tópicos están desarrollados, la resolución más o menos clásica de esos tópicos, brindan una visión, una forma posible de entender la estructura de la realidad. Es como si uno dijera: «El tema en Werther es el amor total e imposible. No importa por qué es imposible ese amor, si es porque Werther es un pelotudo, por las forradas de Carlota o por lo rancio del entorno social alemán del mil setecientos. Lo que importa es qué implica a nivel metafísico un amor de esas características, un amor que, abordado de esta manera, presenta alternativas tales como el suicidio, la resignación, la melancolía, el asesinato, la espera eterna, la búsqueda infructuosa de un sustituto, u otras categorías que a su vez tienen múltiples ramificaciones posibles.»
La ventaja de esta tercera posibilidad es que permite leer cualquier obra o manifestación cultural, por más sofisticada o trucha que sea, de una manera más o menos provechosa. Una canción de Raphael puede ser pensada al mismo nivel que Macbeth sin que ninguna de las dos salga herida. Alguien que usó mucho esta estrategia en sus ensayos fue Borges, prestando atención a los tópicos y a los procedimientos que había en objetos culturales de la más diversa calaña, desde el juego del truco hasta la Divina Comedia.
La indagación en el género «videíto» me llevó estos días a prestarle atención a Federico Klemm, uno de los personajes que menos entendí en mi adolescencia, asociada como estaba su figura a los chistes de Tinelli y a los remixes humorísticos de «Perdona nuestros pecados».
Klemm en esa época era para mí una especie de monigote bizarro que, lookeado de manera estrambótica, decía frases absurdas sobre arte en un remoto programa de bajo presupuesto de un canal de cable.
Recién estos días, cuando vi por primera vez programas completos de «El banquete telemático«, me di cuenta de algunas cosas que antes no había notado. En primer lugar, el estilo de producción clase B del programa (la mala calidad de la grabación, la gente que se cruza en los planos, las equivocaciones del conductor) no concuerda con la escenografía, que en cada emisión suele incluir obras originales de los artistas más importantes del siglo XX, es decir, obras que pueden costar millones de dólares. La extrañeza que causa esta discordancia aumenta cuando uno empieza a notar el uso extravagante de la cámara (planos torcidos, movimientos inesperados), el vestuario completamente desquiciado y la incorporación de efectos especiales rudimentarios como la distorsión del color de pelo de Klemm.
El mismo Klemm refuerza todo lo anterior con gestos exagerados e imprevisibles. Y sin embargo, lo que uno escucha a lo largo de los veintitantos minutos que dura el programa, cuando habla sobre Joseph Beuys o sobre Andy Warhol o sobre Cindy Sherman, es un discurso perfectamente articulado, que trata sobre la importancia de esos artistas y de las corrientes en las que ellos estaban metidos, con una fuerza expresiva y un poder de síntesis asombrosos para un programa de televisión. Cada tanto, eso sí, mete un final de frase inesperado, como si le gustara jugar a mantener la tensión argumentativa durante un rato para después frustrarla cambiando los niveles del discurso. Así, de repente aparecen, sin sentido y con total naturalidad, referencias a Maradona o a noticias de actualidad o al imperio romano, referencias que parecen tener la función de descolocar al televidente, como si el contraste de estas referencias alocadas con los argumentos previos ayudara a captar, por oposición, la conexión precisa que estos tenían.
Hay más. Está la participación especial de Charlie Espartaco, un crítico de arte que, a diferencia del Klemm histriónico, maneja gestos sobrios y argumentos pausados, pero cuyo vestuario siempre incluye un rasgo estridente y fuera de lugar, como si estuviera pensado por la misma mente de Klemm, o como si el propio Klemm lo hubiera vestido. Probablemente lo que más llama la atención del look de Espartaco es que usa las señas de vejez (por ejemplo, su melena gris semipelada) en una estética propia donde el objetivo no consiste en parecer más joven sino en destacar y estetizar los rasgos de viejo.
En un momento del capítulo sobre Warhol, Klemm pasa sutilmente de los comentarios acerca del pop art, la modernidad y la posmodernidad, a una justificación teórica de su propia propuesta estética: «Cuando me preguntan si soy el Andy Warhol argentino, pienso que la conducta que adopto frente al medio televisivo puede determinar un mensaje que se traduce en términos de comunicación (…) En mi caso personal, habría una conexión imprevista que partiría de la idea de la voz como persona o máscara, trasladando mi operatividad artística y performativa a través de imágenes donde aparece una visualidad plástica y fotográfica puesta de una manera no convencional». Y más adelante: «Es en el acting (…) donde se concibe una sucesión infinita de situaciones que llevan a la renovación planteada por el programa en el cual me permito tener un fuerte protagonismo. Nadie puede sustraerse a la fuerza de atracción de los medios de comunicación.»
Otro de los recursos que usa Klemm en su programa es la mímesis. El vestuario, la voz y los propios gestos suelen tener una vinculación directa con los artistas y los temas de los que trata cada programa. Pero lo que en otros conductores habría podido leerse como una mera teatralización o imitación, en el caso de Klemm adopta una forma más profunda. Cuando al hablar de Joseph Beuys se pone sobriamente un pantalón gris y una camisa blanca (en lugar del traje dorado que usa en el capítulo sobre el kitsch), no parece solamente estar ejemplificando con su vestuario el uso que Beuys hace de los climas y los colores, sino más bien parece que Klemm hiciera un esfuerzo por apropiarse de la fuerza vital de Beuys, del propio espíritu de Beuys, para hacérselo vivir con todo el ímpetu posible a sus espectadores.
Un efecto parecido logra Klemm al interactuar en cada plano del programa con las obras de los artistas. Su discurso suele generar sentido no solo por la articulación de ideas, sino por el diálogo que plantea con las obras entre las que camina y gesticula. Aquí es donde uno puede ver de nuevo que el uso de la cámara no es para nada ingenuo, sino que cada plano tiene una composición y que esa composición no es meramente decorativa sino que está siempre al servicio del mensaje. En esa obra maestra que es el capítulo sobre Warhol, hay una parte donde Klemm, parado delante de la obra de Warhol que reproduce la última cena de Leonardo, cuenta la anécdota de la exposición original donde esa obra fue exhibida, en la cual Warhol buscaba sinceramente encarnar la cultura cristiana y recuperar su legado, pero la gente, más que apreciar la exposición, había ido para ver a Warhol en persona. Esa historia, contada por Klemm (quien eligió ser él mismo encarnación de Warhol), no puede ser más inquietante, dado que uno como espectador tampoco está mirando la obra que hay atrás de él sino que no puede dejar de sentirse fascinado por su personaje.
Este tipo de juegos y trasposiciones son constantes a lo largo de los distintos programas. Algo similar, aunque quizás un poco más obvio y menos perturbador, sucede en el programa sobre el kitsch (que por otra parte es una clase magistral sobre el tema), donde Klemm constantemente pone en relación lo que dice y lo que es.
Quizás la diferencia más grande entre Klemm y un personaje como el de Marta Minujín es que, mientras en Minujín uno puede disfrutar de la simpleza ingenua, infantil y grandiosa, en Klemm lo que parece simple y pueril va creciendo hasta alcanzar niveles de complejidad removedores. Eso es lo que hoy puede uno agradecerle: haberle dado a la televisión, de forma oblicua, oculta atrás de su apariencia bizarra (quizás era esta la única manera en que su mensaje podía estar presente en la televisión), un espacio para pensar. Y haber hecho, al mismo tiempo, de cada programa una obra en sí misma.
La calle de tierra, de noche. La plazoleta en el medio, con árboles altos. La tierra roja, pero no tan roja como en otros lugares. La lluvia ya no cae, el alumbrado es poco y es amarillo. La entrada del residencial, la llave, las escaleras. La cama de dos plazas, la mesa de luz (una, no dos), el cuadro bordado, el reflejo del velador en el revestimiento de madera barnizada de la pared. El televisor apagado. La puerta del baño entreabierta, lo mismo que la cortina que da a la calle. Las gotas que caen de nuevo. Hoy papá cumple sesenta y dos años, esto quiere decir que no se murió a los sesenta y uno, como su padre y el padre de su padre. Afuera el único ruido que se escucha es el del viento contra los árboles. El televisor es de catorce pulgadas, tiene forma de cubo y cuelga de la pared. El ventilador de techo tiene telarañas. Las sábanas tienen olor a suavizante. Toda la pieza, en realidad, tiene olor a suavizante. El despertador está puesto a las siete y cuarto, el libro que hay en la mesa de luz es de bolsillo y transcurre en un pueblo a doce horas de Río de Janeiro, en la década del sesenta.
El cínico es un personaje típico de cualquier grupo humano. Desde la familia al círculo de amigos, desde el club de bochas al facebook, siempre hay un cínico. Si tenemos mala suerte, hay dos cínicos, y a partir de tres, se puede considerar que estamos ante una horda de cínicos.
Se reconoce a un cínico por los comentarios mordaces, el pesimismo crónico, el uso cruel de la ironía, la justificación del mal y de la acción egoísta en sus más diversas formas.
Se entiende: el cínico es aquella persona para la cual todo está perdido. Y dado que todo está perdido, todo da igual. Y como todo da igual, cualquier plan, cualquier proyecto de sociedad, cualquier idea de justicia, cede ante el bienestar más inmediato. Más aún, es perfectamente coherente hacer el mal si todo está perdido.
Ingenuo, hipócrita o extremista llama el cínico a quienes no son como él.
Para el cínico, creer en algo, o actuar como si remotamente se creyera en algo, es ser ingenuo. El cínico ve en cada derrota una confirmación de la inutilidad de todo esfuerzo, en cada victoria parcial un camino hacia la derrota final, y en cada victoria final una derrota disfrazada.
Para el cínico, es hipócrita quien tiene o tuvo alguna vez una contradicción. Si creo en el socialismo y, a pesar de eso, compro un paquete de fideos que fue hecho con mano de obra asalariada, soy un hipócrita, porque estoy beneficiando al capitalista dueño de la empresa de fideos. El cínico no acepta que un sistema injusto obliga a quienes quieren cambiarlo a vivir en contradicción. El cínico, por definición, nunca es hipócrita. Dado que no cree en nada, sus actos no son incoherentes con ningún valor o creencia.
Pero de poco sirve que el hipócrita se esfuerce por dejar de serlo y haga por fin coincidir cada una de sus creencias con sus actos, porque en ese momento el cínico cambia el calificativo y pasa a llamarlo extremista. El extremista es, para el cínico, la variante peligrosa del ingenuo. Es aquel que o bien se aísla o bien te puede tirar una bomba. Es, en fin, un desquiciado que vive fuera de la realidad y que pretende que otros lo sigan.
Al cínico, el bien le resulta indiferente. Pero el cínico no es cualquier indiferente. Es un propagandista de la indiferencia. Un serial killer de la indiferencia. Un sujeto cuya satisfacción pasa por demostrar que nada se puede y hacer brillar así su astucia, como si la cima de la inteligencia estuviera en mostrar el camino hacia la nada, y no en mostrar cómo salir de ella.
El cínico no es políticamente inocuo. En los raros casos en que el cínico es además una persona de acción, estamos ante un psicópata. Una persona que puede llegar a un lugar de poder y ser realmente peligrosa. Sin embargo, el ámbito natural del cínico es la charla con amigos, los comentarios en la prensa digital, twitter.
Queda claro: el cínico es de derecha, aunque él obviamente no se considere así. La justicia se construye colectivamente, y el cínico no va a dedicar sus horas a eso. El egoísmo y la búsqueda del beneficio inmediato te acercan al que tiene el poder, al que te da migajas.
Cuando un cínico se cruce en tu camino, no hace falta atacarlo. Alcanza con neutralizar su cinismo para que no se contagie. No centres tu atención en el cínico, sino en el resto de las personas. Por lo general, tu ventaja es que el cínico no está dispuesto a mover un dedo por nada, porque si llegara a hacerlo, quedaría en evidencia que sí cree en algo. Tenés de tu lado la fuerza vital, la prepotencia de trabajo. Tenés de tu lado las revoluciones que pasaron y las que quedan por venir.
Al cinismo se lo derrota, y se sigue construyendo.
El 23 de febrero de 1992 se jugó la primera fecha del torneo clausura de la temporada 1991/1992 del campeonato de primera división de fútbol de Argentina.
Esa fecha hubo 26 goles, 1208 puntos morales y 6 expulsados. El mejor partido fue Newell’s 2 – Quilmes 0, con 134 puntos morales. El peor, Ferro 2 – Belgrano 1, con 110 puntos morales.
La primera fecha del torneo clausura de la temporada 1991/1992 del campeonato de primera división de fútbol de Argentina fue solamente la primera de aproximadamente 300 fechas que reseñé y analicé minuciosamente en base a un sistema personal que llamé «Anotaciones futbolísticas». Las anotaciones empezaron en la hoja 14 de un cuaderno Gloria de 48 hojas que un tiempo antes, el 25 de junio de 1991, había comenzado siendo el «Diario íntimo de Jorge Leonel Gemetto», con el subtítulo: «Este cuaderno sólo puede ser visto por Jorge». El diario íntimo duró exactamente un día. Las anotaciones, casi 10 años.
Lo que hay en aquel cuaderno Gloria después del diario íntimo de la primera hoja y antes del comienzo de las anotaciones en la hoja 14, es lo que hoy puede leerse como una muestra representativa de mi vida a los 9 años: ensayos sucesivos (y obsesivos) de una firma, pruebas de estrategias de ta-te-ti, retratos de Bart Simpson, frases escritas en códigos pictográficos, pruebas de caligrafía en base a abecedarios, muñecos dibujados a partir de números, cuentas de dividir, una carta nunca enviada a mi papá cuando se fue de viaje a Inglaterra en la que le digo todo lo que lo quiero, dibujos de autos, un autorretrato, el dibujo de un changuito de compras, crucigramas con palabras repetidas al infinito, un homenaje a Rubén Polillita Da Silva y a J.J. Borrelli, la lista de invitados a mi cumpleaños número 10, dibujos a birome (varios de ellos, luego tachados) de mujeres en corpiño, tanga y zapatos de taco, la suma de todas las figuritas de mi colección cuyo total resultó ser 1.683, y una desagregación de la colección de entradas a boliches de donde resulta que el boliche con más entradas era Shogun, seguido por Soul Train.
En la mitad inferior de la cara anterior de la hoja 14 aparecen las anotaciones de la primera fecha del torneo clausura de la temporada 1991/1992 del campeonato de primera división de fútbol de Argentina. Ocupan exactamente media página y, en comparación con los elementos previos del cuaderno, no desentonan ni por su tema ni por su ejecución. Dos columnas, cinco partidos por columna, y un renglón final para los promedios generales de la fecha.
Pero a partir de la página 14, el cuaderno prescinde de cualquier otro elemento que no sean las anotaciones futbolísticas. Cada fecha incluye el resultado de los partidos, la suma total de goles y expulsados, y otro detalle que fue desde el comienzo el que le dio el sentido principal a las anotaciones: los puntos morales. Los puntos morales de un equipo eran la suma de las calificaciones numéricas que los periodistas de Clarín les daban a los 11 jugadores. De esa suma y de la comparación con la suma del equipo rival, se derivaba qué equipo había jugado mejor. El total de puntos morales de los dos equipos se sumaba para obtener la cifra de puntos morales del partido, lo cual daba una idea de cuán bueno o malo había sido el espectáculo. También se sumaban los puntos morales de todos los partidos de una fecha, para llegar a una aproximación de qué tan buena había sido la fecha. Al término del torneo, se sumaban los puntos morales de todos los equipos en todas las fechas para saber quién había sido el campeón moral. Y una vez que se acumulaban 10 torneos, los puntos morales se combinaban en una tabla histórica que establecía, entre otras cosas, una clasificación histórica de los equipos y una comparación histórica de torneos en base a la suma total de los puntos morales de cada uno de ellos.
A principios de 1994 se terminó el cuaderno y empecé otro exactamente igual, con algunas mejoras metodológicas. La fuente de las anotaciones pasó a ser la revista El Gráfico. Cada fecha pasó a ocupar una página entera. Se incorporaron datos sobre el árbitro, los autores de los goles y los expulsados de cada partido. Se comenzó a indicar al equipo puntero del campeonato con microfibra roja. Se agregó una calificación cualitativa de los partidos que iba de «malo» a «excelente», pasando por «mediocre», «discreto», «intenso», «bueno» y «muy bueno». En marzo de 1995, cuando mis papás compraron la primera computadora de la casa, empecé a escribir las anotaciones en documentos de Word, que luego imprimía y pegaba en el cuaderno. El método moderno duró solamente 7 fechas, hasta la 12ª del torneo clausura de la temporada 1994/1995 en que abandoné la computadora y el cuaderno Gloria y mudé las anotaciones a una carpeta número 3 con ganchos. La carpeta se mantuvo por muchos años durante los cuales entré en la escuela secundaria, me enamoré por primera vez, vi salir campeón a River de la Copa Libertadores*, me peleé con mis amigos de la adolescencia, terminé la escuela y empecé la facultad. El método de las anotaciones dejó de evolucionar y se mantuvo en su fase más avanzada hasta el final. Cada semana, sacaba la misma calculadora blanca Sharp de la mesa de luz, abría la carpeta y la revista El Gráfico en la sección del resumen de la fecha, cargaba los datos en la carpeta durante casi una hora. La rutina era tediosa pero se justificaba por la satisfacción de llegar a números a los que nadie más había llegado. Nunca compartí las anotaciones con nadie.
A fines del 2000 había empezado la facultad y estaba en período de exámenes. Las anotaciones estaban descuidadas: me quedaban varias fechas del torneo sin hacer. Un día saqué la calculadora, abrí la carpeta y apilé las revistas atrasadas de El Gráfico, pero la tarea me desbordó. Ya no tuve la fuerza para hacerlo.
Fue el proyecto más ambicioso y sistemático de mi vida. Duró nueve años. Empezó el 23 de febrero de 1992, con la primera fecha del torneo clausura de la temporada 1991/1992 del campeonato de primera división de fútbol de Argentina. Con un poco más de ganas, podía haber seguido hasta hoy. Los cuadernos todavía los guardo.
*Nota de agosto de 2015: hace unos días vi salir campeón a River de la Copa Libertadores de nuevo, aunque la distancia entre ambas experiencias no pudo haber sido más grande. Aquella vez fue algo importante.
Puedo preguntarme por qué dejé de escribir hace tres o cuatro años y creo que esta vez puedo tener la suficiente madurez como para dar alguna respuesta más o menos preliminar. Dejé de escribir cuentos, poesías y comienzos de novelas. Pero, como la gran mayoría de las personas, no dejé de escribir un montón de otras cosas, que en mi caso fueron las mismas cosas que escribe todo el mundo (documentos, correos, chats), y también algunos posts en este blog y en el blog de Ártica y en algún otro lado. Sea como sea, ahora me pregunto en qué quedó aquel asunto de escribir y me acuerdo de una conversación que, con pocas variantes, surgió en al menos dos talleres literarios a los que fui, pero que en realidad surge en cualquier taller literario de cualquier parte del mundo al que cualquiera pueda ir; que es la conversación sobre para qué uno escribe, o más bien, para qué uno debería escribir, con sus típicas respuestas que se pueden clasificar básicamente en:
a) para generar un efecto estético,
b) para decir algo sobre el mundo.
Por supuesto, uno podría responder que se escribe para ambas cosas, es decir, para decir algo sobre el mundo de manera estética. Hasta cierto punto siempre es así, pero la discusión está, en todo caso, en qué cuestión está antes o, dicho de otra manera, qué valor debería uno privilegiar en los casos en que, por alguna razón, los dos propósitos son incompatibles. Yo siempre fui de los que gritaba que la opción correcta era la b), es decir, siempre pensé que escribir tenía que estar al servicio de decir cosas. Creo que la primera vez que escuché esta posición bien formulada fue de boca de Daniel, el escritor que coordinaba el primer taller al que fui en Montevideo. Después ese taller se terminó y fui a otros talleres y un tiempo después en el taller de Roberto el tema surgió de nuevo y me acuerdo de que tanto Roberto como Martín pensaban que la opción correcta era la a). Tenían varias razones de peso pero la principal, y la que resultaba más convincente, era que después de miles de años de civilización, todo lo que uno creyera que tenía nuevo para decir era simple desconocimiento de algo que ya se había dicho, y que, por lo tanto, era mejor asumir humildemente que uno no tenía nada nuevo para agregar al mundo, más que cultivar una disciplina, aprender todo lo posible de ella y tratar de llegar a resultados estéticamente potables. Yo, o mejor dicho, mi argumento, tenía por el contrario una debilidad fundamental, y era que no quedaba para nada claro qué quería decir “decir algo sobre el mundo”. No quedaba claro, por ejemplo, si tenía que ver con cosas mínimas, como inventar una metáfora nueva o percibir un detalle chiquito pero original, o si más bien tenía que ver con cosas como retratar de manera implacable a nuestra sociedad y denunciar las injusticias, o, en última instancia, con cosas todavía más ambiciosas, como expresar una cosmovisión o un camino verdadero para la salvación del ser humano. Sea como sea, mi manera de ver el asunto era poco satisfactoria y en todo caso tenía más que ver con mi historia personal que con la discusión central, porque, aunque todavía no lo conté, el asunto es que yo venía de haber estudiado unos años antes la carrera de psicología, donde había entrado justo después de terminar la secundaria más o menos con las mismas expectativas, es decir, con la meta un poco desmedida de descubrir cómo funcionaba la mente humana para luego poder transmitir mis conocimientos a otros. Mi relación con la psicología no terminó bien, en parte porque casi toda la psicología está orientada a la actividad clínica, para la cual es esencial el trato directo con las personas, cosa a la que siempre le huí, y en parte porque mis primeros intentos por dedicarme a la profesión académica fracasaron, además de que los primeros trabajos que conseguí, como por ejemplo la aplicación tercerizada de tests de selección de personal en una empresa de seguros de riesgos de trabajo, contribuyeron a desalentarme. De manera que mi destino se torció por estas razones y también porque había algo en la psicología que me limitaba y que me frustraba, y era esa supuesta pretensión científica en todo el asunto, pretensión que era evidente que no tenía ni pies ni cabeza, porque la psicología nunca fue ni va a ser una ciencia y porque quizás su gran problema es haber querido en algún momento ser una ciencia, cosa que, por otra parte, causaba que el 99% de los textos de lectura obligatoria de la carrera de psicología de la universidad de Belgrano estuviera escrito en alguna de las jergas insufribles que se desprendían de cada teoría, lo cual a su vez tendía a volver aburridos los textos que uno leía y al mismo tiempo tendía a estropear las perspectivas de llegar a escribir algo como la gente si uno se ceñía a escribir en jerga de psicólogo.
En fin, la cuestión es que un día pensé que si quería descubrir cosas grandes sobre el ser humano y, sobre todo, si quería dedicarme a decir cosas grandes, quizás la literatura era una disciplina un poco mejor que la psicología, y por eso terminé yendo a talleres literarios y leyendo libros y escribiendo cuentos y comienzos de novelas. Fue entonces, después de pasear por varios talleres y de haberme puesto metas más o menos serias en el rubro, que me encontré con la cruel realidad de la que hablé al principio, esa de que la literatura traía problemas nuevos acerca de si es válido querer decir algo sobre el mundo o si no es mejor dedicarse a manipular los elementos del lenguaje como quien juega al ajedrez para, con un poco de suerte, dar con productos estéticamente valiosos.
Y en este punto aparecía otra pregunta muy relacionada con la anterior pero un poco más abstrusa que tenía que ver con si uno, a través de la escritura, buscaba alguna clase de efecto sobre el mundo y, en caso de ser así, qué clase de efecto buscaba. Porque por un lado es muy cierto que la literatura no es, al menos hoy, un medio de masas, pero también es cierto que así y todo es probablemente la disciplina humana que mejor resiste el paso del tiempo, es decir que si bien su efecto no es masivo en el corto plazo, uno sí podría esperar que, si se hacen bien las cosas y los planetas están alineados, eso que se escribió tenga una vida más larga y, por lo tanto, por decirlo de alguna manera, mayor trascendencia que otros tipos de expresiones. En otras palabras, la escritura puede generar un efecto en el mundo (noten que ya no digo “decir algo sobre el mundo” sino “generar un efecto sobre el mundo”) y entonces el problema está en definir qué clase de efecto debería uno desear o pretender, porque para ser honestos incluso Roberto y Martín y todos los que defienden la tesis de que la escritura tiene antes que nada propósitos estéticos, también creen en última instancia, e independientemente de que lo acepten o no, que esos fines estéticos generan en alguna medida un efecto en el mundo. (Negar cualquier intención de generar un efecto en el mundo, decir que uno escribe simplemente porque le genera placer, es decir, como una variante sofisticada de la masturbación, es válido solamente hasta el momento en que uno piensa en someter lo que escribió a la lectura de los demás, cosa que por cierto es precisamente la razón de existir de un taller literario). El asunto capital por lo tanto es decidir cuál es ese efecto que queremos generar, porque en principio hay muchísimos efectos posibles. El primero y a la vez el más obvio para cualquier persona que escribe es lograr el reconocimiento de los demás y, a través de ese reconocimiento, acercarse al sueño de que la personalidad propia trascienda, que se recuerde más allá de la muerte, que se impriman estampitas, etcétera. La otra posibilidad es escribir para influir en los demás, es decir, contar cosas que busquen afectar la vida de los otros. Por supuesto, acá tampoco las dos motivaciones son incompatibles, porque es cierto que por lo general uno obtiene el reconocimiento de otras personas si previamente logró cambiar de alguna manera la vida de ellas. Y acá, creo, entra por primera vez en juego la cuestión política que se podría formular así: “Muy bien, convengamos que lo que queremos con todo este asunto de escribir es obtener reconocimiento e influir en los demás. Ahora bien: cómo queremos influir en los demás”. Este es el momento en que les pido a Roberto y a Martín y a todos los que hayan tenido la generosidad de llegar hasta acá, el esfuerzo de que se pregunten qué es lo que en realidad quieren generar en los lectores, y se los pido sabiendo que la respuesta inevitablemente nos va a llevar a tópicos como “dar alivio espiritual”, “mostrar la cara oculta de la realidad”, “alcanzar juntos una epifanía” y cosas por el estilo, pero así y todo la pregunta sigue siendo válida porque incluso si decimos que nuestro único objetivo es generar en los demás un mero placer estético, ese placer estético jamás puede darse en el vacío, es decir que siempre se genera, al menos en el caso de la escritura, sobre algo concreto. No hay ni puede haber escritura abstracta y, aunque la hubiera, la misma abstracción en su esfuerzo por no decir estaría dando a entender algo sobre el mundo. Por eso, y volviendo una vez más a la cuestión del principio, lo que pasa en realidad es que por más que no lo queramos, siempre estamos diciendo cosas sobre el mundo, y aunque sea por eso es bueno tomarse al menos cinco minutos para ver qué queremos decir. Acá ya tengo un punto un poco más sólido que el que tenía cuando discutía con Roberto y Martín en el taller de literatura de Avenida Italia. Pero tampoco es que de estas reflexiones se pueda sacar una conclusión práctica, del estilo: “entonces me dedico a escribir esto y esto, con tal estilo”, porque no funciona así el razonamiento. Más bien, podría pensarse que la recomendación más obvia que se desprende del propósito de generar un efecto en el mundo es la de dedicarse al periodismo o al ensayo crítico, porque de todos los géneros, estos son los que más se esfuerzan por decir cosas sobre el mundo concreto o por influir de manera más directa en él. La respuesta no es del todo satisfactoria pero, volviendo a mí, en el último año y pico, un poco de casualidad, me vi en la necesidad de empezar a escribir algunos artículos, declaraciones y panfletos para cuestiones que tenían que ver con la coyuntura política, y descubrí con bastante sorpresa que no se me daba demasiado mal ese género y que me generaba cierto placer. Por supuesto, el panfleto es un género bajo, degradado y, a diferencia de la literatura, el efecto que puede lograrse con esta clase de escritura está sobre todo en el corto plazo, en el efecto inmediato. Es la típica distinción entre la escritura baja ligada a lo pasajero y la literatura alta ligada a la eternidad. Y pienso entonces si no es que se podrá hacer una literatura que abarque las dos cosas, lo pasajero y la eternidad, porque si no es así entonces el mundo no es tan tolerable como creía.
Seguro que Rodolfo Walsh fue uno de los que pensó en estas cosas y por eso escribió lo que escribió, y por eso lo escribió como lo escribió. Lo que el tipo puso sobre la mesa con libros como Operación Masacre y Quién mató a Rosendo prácticamente no existe: instrumentos para transformar políticamente la sociedad que al mismo tiempo son obras maestras. Logró convertir el panfleto en arte y viceversa, y ni el panfleto ni el arte salieron lastimados en el camino. Tiene que haber estética en una elocuencia así y, al mismo tiempo, tiene que haber un derrame sobre el mundo cuando se escribe de esa manera. Walsh jugó en la misma liga que Arlt y que Borges pero les ganó y les sigue ganando a los dos por carácter. Walsh dominó la disciplina tan bien como los otros dos, pero se atrevió a lo que los otros no se atrevieron. Por eso Walsh es probablemente el escritor más valioso que salió de Argentina. Y eso aunque, paradójicamente, lo más grande que escribió fue censurado y apenas si pudo leerse en el momento en que salió y entonces uno, si tuviera ganas de ponerse venenoso, podría preguntarse si en realidad no es un ejemplo más de alta literatura que se ignora en su tiempo y luego se hace eterna.
En suma, cuando ahora me pregunto si toda mi vida no hice otra cosa que escribir o si alguna vez escribí y luego dejé o si, peor todavía, en realidad nunca escribí, lo que más allá de todos mis traumas también me estoy preguntando es qué significa escribir. Porque, por ejemplo, en los últimos meses a veces disfruto bastante durante los segundos que dura la elección del adjetivo más adecuado para la efectividad de un panfleto que quizás, con suerte, si es bueno, si logro enfocarlo de manera adecuada, si llega a tocar alguna fibra, logre (en conjunto con muchísimas otras acciones de tantísimas otras personas) cambiar algo en la constelación de causas y efectos para que al final de la semana, o del mes, o del año, el mundo sea un poquito más justo, o convenza a una, dos, diez personas de que vale la pena hacer algún pequeño esfuerzo para estar un poquito más cerca de lo que sea que fuere la revolución.
Quizás hoy escribir significa esto para mí. O quizás este argumento un poco largo es una forma de justificar que en realidad dejé de escribir porque no me salía bien. No es cuestión de mentirme y fingir que no me acuerdo del año entero que pasé tratando de escribir un cuento o un comienzo de novela que valiera la pena, prácticamente sin otra ocupación y con un resultado más bien pobre. Me levantaba, tomaba un té, prendía la computadora y escribía un rato hasta que me ponía molesto con el hecho de estar tratando de medir mi capacidad de escribir literatura, para lo cual había dejado de hacer otras tareas como por ejemplo buscar un trabajo. Por otra parte, no es que haya sido nunca especialmente ingenioso para los argumentos o buen observador. Lo que sí se me daba mejor que a otras personas era el manejo aceitado del lenguaje o, por decirlo de otra manera, podía escribir dos o tres oraciones seguidas sin demasiados errores de ortografía y de sintaxis. Por todo eso, no me resulta del todo claro si escribir literatura era un deseo genuino o una especie de deber inventado por mí para satisfacer determinadas necesidades de sentirme reconocido, valorado, querido, etcétera. En cualquier caso, cuanto más me tomaba en serio escribir literatura, más dejaba de ser algo placentero para convertirse en un problema que ponía en juego mi autoestima varias veces por minuto. Eso por no mencionar otras cuestiones más mundanas que en aquel momento no llegué a evaluar, como por ejemplo que la salida laboral en Uruguay para alguien que quisiera dedicarse, como quería yo, por entero a la escritura (seamos claros: yo no quería dar clases de literatura, quería simplemente escribir), estaba y está en el terreno de la fantasía.
Ahora mismo no puedo decir con seguridad si la escritura literaria es superior a la de panfletos o viceversa, o si en realidad son lo mismo, y ni siquiera puedo decir cuál de las dos me satisface más porque todo de alguna manera podría estar teñido, por un lado, de una voluntad pueril de autoafirmación y, por otro lado, de cierto temor a admitir el fracaso ligado a una limitación en la capacidad para la escritura literaria, duda que de solo enunciarla trae a mi conciencia sentimientos cuya descripción más concisa podría resumirse en la frase “sentirse una basura inservible”. Lo que sí puedo, al menos, es dejar planteado el problema.
Quizás todas las familias tienen un personaje famoso. O quizás no, y el hecho de que en la familia de Mariana y en la mía haya personajes famosos es solamente una coincidencia. Cuando digo «famosos» no me refiero a estrellas. Tampoco estoy seguro de que «famosos» sea la mejor palabra. Se podría decir que fueron notorios, destacados, especialmente buenos en lo suyo. En todo caso, dignos de que la familia construyera historias alrededor de ellos.
Su nivel precario de fama, sin embargo, o, quizás, el hecho de que el prestigio que alcanzaron tuvo su punto más alto hace ya varias décadas, conspiraron contra su mención en Wikipedia. Después de postergarlo durante años, en los últimos meses por fin Mariana y yo nos dedicamos a redactar las biografías de ellos para la posteridad. Carlos Fossatti, el artista plástico, y Luis Pentrelli, el futbolista.
Por un lado, el «grabador y teórico militante del Club de Grabado en los años 60», que «por su potencia formal, por su rudeza técnica y por el aura fantasmática de sus figuras, se desmarca claramente del resto», según Gabriel Peluffo Linari.
Por otro lado, el «jugador de fútbol hábil e inteligente, aunque no demasiado famoso», que, sin embargo, llegó a «formular un credo, un evangelio», según Juan Sasturain.
Fossatti fue el abuelo de Mariana. Pentrelli es mi tío abuelo. Jamás los conocimos, solamente sabemos de ellos a través de otros: nuestros papás, nuestras abuelas. Mariana tiene algunas ventajas: comparte el apellido, guarda algunos de sus grabados. Yo apenas soy el nieto de una de las tantas hermanas de Pentrelli. Fossatti, además, era artista, y para personas como Mariana y yo, que por muchas razones que no vienen al caso valoramos mucho más la actividad intelectual que la deportiva, los artistas ocupan una jerarquía superior a los futbolistas.
Pero Pentrelli no fue cualquier futbolista. Es un caso especial. No por haber jugado en Italia, no por haber llegado a la Selección Nacional. Es un caso especial porque su mayor logro, su verdadero aporte a la humanidad, estuvo en el plano de las ideas. Es ni más ni menos que el inventor de una frase que tuvo «destino de bronce, de disuelta memoria colectiva». Toco y me voy, su máxima sencilla y profunda, el lema que no tardó en desprenderse de su autor para pasar a ser de todos.
Recién hoy, con un poco de perspectiva, puedo asombrarme de la naturalidad con que se comentaba en las reuniones familiares su genio inesperado. Nadie nunca mencionó ni pareció darse cuenta de la extravagancia del logro conceptual espontáneo que había alcanzado el tío futbolista. Más bien, las conversaciones preferían centrarse en la vuelta de Italia y el maltrato que sufrió de algunos parientes, maltrato que lo alejó a provincias difusas de la Argentina e hizo perder su rastro a fines de los sesenta.
Pentrelli vive todavía. Después de que redacté en Wikipedia una primera versión precaria de su biografía, un usuario anónimo agregó detalles que ayudan a esclarecer su vida más reciente.
Fossatti, en cambio, se murió antes de que Mariana naciera. Las historias que hay de él son sobre costumbres bohemias y traiciones amorosas. Sus últimos años también son oscuros para la familia, con un recorrido por Francia que lo único seguro es que terminó en Toulouse a principios de los ochenta. Quedan sin embargo sus grabados, que todavía están en una pared de la abuela, en algunas ferias callejeras de Montevideo y, desde hace un tiempo, también en MercadoLibre.
Y un día lo que pasó es que hubo elecciones y, contra todos los pronósticos de las encuestadoras, el Frente Amplio arrasó y consiguió la mayoría parlamentaria. No solo eso, sino que adentro del Frente Amplio se fortalecieron los sectores más populares.
Los resultados de las elecciones están fuera del margen de error de las encuestadoras. Esto indica que, o las encuestas estaban mal hechas, o los encuestadores mentían. No solamente mentían en el pronóstico de los resultados, sino también en los diagnósticos que hacían sobre las preferencias de la gente y en las recomendaciones que daban a las campañas de los partidos. Decían que había que llevar el discurso al centro, y ganaron las opciones más de izquierda. Decían que la juventud y la renovación estaban del lado de la derecha, y entre los jóvenes la victoria del FA fue todavía más aplastante que en el promedio general.
Entonces lo que pasó la noche del día de las elecciones fue raro. Porque las semanas y meses anteriores los militantes de izquierda habíamos estado cagados entre las patas, viendo cómo supuestamente la derecha crecía y nadie la paraba. Veíamos cómo hacían morisquetas y todos los aplaudían, presenciábamos cómo el aparato publicitario triunfaba y se caía a pedazos nuestro edificio de justicia social. Y creímos los consejos de las encuestadoras, y tratamos de moderar los discursos, y buscamos parecer cool y hacer algunas morisquetas a ver si teníamos más suerte, y nos puteábamos entre nosotros si alguien metía discurso ideológico, porque lo ideológico no era muy «positivo». Cuando desde algunos sectores atacamos de frente a la derecha y dijimos que estaban en peligro las conquistas de los últimos años, hubo compañeros que nos acusaron de ofuscar a los indecisos o de querer convencer a los ya convencidos.
Pero entonces llegaron las elecciones y esa noche vimos cómo uno a uno íbamos ganando todos los partidos que podíamos ganar. Diecisiete puntos de ventaja, mayoría parlamentaria, no a la baja.
Y entonces, como en una epifanía, nos dimos cuenta de la mentira en la que habíamos vivido esos meses, de la ridiculez que había sido «la positiva», de lo equivocados que estaban quienes decían que había que correrse al centro, de lo absurdo que había sido tratar de ocultar la ideología.
De un momento a otro, lo que hubo fue una explosión de ideología. Los militantes de izquierda salimos felices a decir lo que nos habíamos guardado por miedo: que nos odian porque somos de abajo, que el camino es el de la justicia social, que la derecha uruguaya es neoliberal y autoritaria.
La burbuja de la derecha se pinchaba, y todo lo que antes había parecido positivo y super cool ahora resultaba absurdo y estúpido. Sus líderes se peleaban entre ellos, las alianzas se despedazaban, y en su frustración suprema varios sacaban a relucir su veta autoritaria. Humillados, arrastrándose por el lodo, ellos no podían entender cómo su construcción imaginaria se había desvanecido.
Y nosotros, en cambio, nadamos ahora en una alegría catártica. La alegría de comprobar que la ideología existe, que siempre existió. Que hicimos mal en callárnosla y que ahora no nos la vamos a callar.
El 17 de diciembre de 2013 el Doctor Fernando Vargas, abogado de la Cámara Uruguaya de Tecnologías de la Información, publicó un artículo intitulado «TICS «under atack»». El ensayo consiste en una invectiva contra el Estado uruguayo y organizaciones sociales locales por la promoción de varias leyes que, a criterio del autor, son comparables con el lamentable fenómeno del terrorismo internacional. Entre estas temibles leyes se encuentran la ley de software libre en el Estado y la reforma del derecho de autor que facilita el acceso a materiales de estudio.
Si bien el artículo del Doctor Vargas cuenta con copiosos méritos para acceder a un destino de eternidad, propongo en esta oportunidad a mis lectores el análisis de una de sus involuntarias virtudes. El párrafo en cuestión es el siguiente:
No constituye el objeto de este trabajo analizar la conveniencia o no que el Estado contrate software libre o privativo; ni la pésima técnica legislativa que presenta el proyecto que confunde software libre y software de código abierto e incluye definiciones dudosas o poco compartibles. Tampoco el uso incorrecto de los “dequeísmos”, que abundan, serán referidos aquí. Todo esto será motivo de otro trabajo específico que ya está en elaboración.
Nótese que en la primera línea del párrafo transcripto, el Doctor Vargas comete queísmo («la conveniencia o no que el Estado…»). El queísmo no es algo particularmente llamativo ni extraño, si no fuera porque varios renglones más abajo el mismo eximio Doctor Vargas se jacta de una superioridad en el uso del idioma castellano al mofarse de los redactores de la ley de software libre por unos supuestos episodios de dequeísmo (entre paréntesis, es de una extraordinaria inventiva poética aludir a un «uso incorrecto de dequeísmos», dado que el dequeísmo es en sí mismo un error, y los errores no tienen, por definición, usos correctos o incorrectos).
Lo maravilloso del caso, lo que en términos narrativos llamaríamos «la vuelta de tuerca», es que, si vamos a la ley de software libre, nos encontramos únicamente con dos usos de la preposición de seguida de la conjunción que. Ambos usos consisten en la locución «en caso de que», la cual, como todos sabemos, se atiene por completo a las normas de la Real Academia Española.
Todo lo cual nos lleva a reflexionar, ya en el plano del subtexto, sobre ciertas posibles características psicológicas del Doctor Fernando Vargas, quien tiende a identificar preposiciones indebidas donde no las hay, cuando en realidad es a él a quien le faltan las preposiciones. La falta, la pérdida, la castración, la ignorancia y la soberbia, son algunos de los posibles tópicos que aborda su incomparable texto.