Hoy se me ocurrió (de nuevo) conseguir El Amor Brujo de Roberto Arlt. Ya se me había ocurrido, y olvidado, otras veces. El Amor Brujo es la novela que escribió Arlt después de Los Lanzallamas. Es la última novela de Arlt y la más difícil de conseguir. Seguramente porque es mala; todos los que saben de Arlt la consideran una novela menor. Pero es la única novela de Arlt que no leí y creo que no me interesa si es mala. Necesito leer esa novela.
La busqué en Internet y no está. Hay un archivo llamado El Amor Brujo que pulula (qué palabra horrible) por cientos de sitios, pero es solamente un capítulo de la novela. Me pregunto por qué nadie revisó el archivo, por qué todos siguen diciendo que es la novela completa. No es la novela completa. Si fuera la novela completa, ya la habría leído y este post sería el comentario de la novela y no la información estúpida de que voy a comprar el libro.
Desde que compré el reproductor de libros electrónicos, tengo acceso a todos los libros que hay en Internet. Son muchos. Muchos. Pero El Amor Brujo no está y en este momento quiero leer El Amor Brujo. Y lo voy a comprar, claro. Quizás mañana lo consiga. Y si no es mañana, porque quizás mañana me olvide, sé que en algún momento me voy a volver a acordar, y de todas las veces que me acuerde, habrá una vez que lo compre. Porque, para casos como este, con una sola vez alcanza.
Lo cierto es que voy a comprar ese libro porque lo quiero leer. Pero no solamente lo quiero leer. Hay algo que quiero tanto como leer ese libro, y es que ese libro esté en Internet. Es más, probablemente leer el libro, ahora que lo pienso, no me interese tanto como subirlo a Internet. Probablemente lo que necesito no es leer el libro, sino subirlo.
Desde hace un tiempo que este razonamiento distorsionado se me aparece cada vez que pienso en libros. Desde hace un tiempo que bajo libros de Internet, y también que subo libros a Internet. Sé que en Internet hay más libros de los que voy a leer en la vida. No me importa, sigo subiendo y bajando libros.
No sé por qué me gusta subir libros a Internet. Me da mucha alegría hacerlo y me siento una buena persona cuando lo hago. Hacerlo, para los que no lo saben, implica escanear el libro, pasar los archivos escaneados por un programa que transforma la imagen a texto, corregir el resultado, editarlo y finalmente cargarlo en distintos servidores y sitios relevantes. A veces, según el libro, hay que arrancar las hojas del lomo para que el escaneo sea legible. Todo el proceso lleva, en algunos casos, horas, en otros, días.
Roberto Arlt murió el 26 de julio de 1942. El 26 de julio de 2012 se van a cumplir 70 años. No me interesan ni un poco los aniversarios, pero ese dato no debería ser menor para mí, dado que no va a ser hasta el 26 de julio de 2012 que sus obras entren en dominio público. Es decir que, hasta donde los números me indican, yo no puedo subir el libro de Arlt a Internet. Sin embargo, mi razonamiento distorsionado me empuja a hacerlo.
Pero mi razonamiento distorsionado va más lejos, mucho más lejos. Mi razonamiento distorsionado me dice, una y otra vez, que cada libro que yo compre debe ser el último ejemplar que alguien jamás compre. Me dice, mi razonamiento, que la acción de subir el libro es, por así llamarle, definitiva. Me dice que hoy en día hay gente que no se da cuenta, pero que el poder de subir un libro a Internet es, sin exagerar, análogo en el campo del alma, al de la transformación de los átomos en energía. «No es chiste, Jorge», dice mi razonamiento.
Ojo. Yo sé que hay una distorsión. Sé que jamás debería ser más importante subir un libro que leerlo. Al menos, en términos de arte, de aprendizaje, de existencia. Sé entonces que hay algo, necesariamente, una motivación, que me lleva a hacerlo. Una motivación que probablemente tenga algo que ver con que tengo 29 años y siempre dije que antes de los 30 iría a publicar algo. Una motivación que, justamente, me trae dudas acerca de qué es publicar, por qué debería cualquier autor querer publicar, por qué debería yo querer publicar. Sé, entonces, que en el hecho de subir los libros hay algo que, si se lo mira bien, tiene que ver con los libros y los autores, con darle los libros y los autores al mundo y al mismo tiempo con matar a los libros y a los autores y pensar así, en la victoria, un poco menos (pero es mentira, porque así siempre está presente) en que tengo 29 años. Lo cual es estúpido porque soy joven, y porque no creo en los números redondos, aunque está claro que alguna vez sí creí en ellos porque de otra forma jamás me habría prometido que publicaría algo antes de los 30. Es estúpido, como decía, y sin embargo hay una regla muy clara en el mundo tal como me toca vivirlo y es que lo estúpido siempre, siempre, se impone.
Podría dedicar la vida a subir libros sin leer jamás uno solo de todos los que hay en mi reproductor. Es, depende del ánimo con el que afronte el día, desesperante. Y sin embargo paso días, semanas enteras, pensando una y otra vez en el asunto, sacando conclusiones, buscando nuevas formas de compartir las obras, soñando con asesinar a editores y libreros y autores que defienden el copyright, imaginando la revolución total y completa del conocimiento, la muerte de la letra impresa, la llegada del nuevo arte y de la nueva literatura. Rezando por el bien de proyectos tan sobrecogedoramente frágiles y maravillosos como este. Rumiando contra las corporaciones infames y sus miles de voceros rastreros.
No tiene nada que ver con el bien ni con el mal, si bien yo soy de los que creen en el bien y en el mal. No tiene nada que ver con lo justo ni con lo injusto, a pesar de que yo creo en lo justo y también en lo injusto.
Mañana voy a buscar el libro de Arlt en las librerías de Tristán Narvaja. Todavía no sé si lo voy a leer o si, antes de leerlo, voy a arrancar sus hojas para subirlas a Internet y, una vez subidas a Internet, bajarlas a mi reproductor. Y, en este caso, tampoco sé si antes de leerlas en mi reproductor no me van a dar ganas de comprar otro libro de otro autor que quiera tanto como a Arlt para volver a escanearlo y volver a subirlo para volver a bajarlo y volver a comprar otro, en cuyo caso lo escanearía y lo subiría y lo bajaría y pensaría nuevamente en Tristán Narvaja, antes de irme a la cama y no poder dormir.